LO QUE FLOTA EN EL ASFALTO
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Para entender Nueva Venecia no basta con retratar los reflejos de sus casas en el agua provocados gracias a que el asfalto allí adoptó la forma de ciénaga hace más de 200 años. No es suficiente describirla como un corregimiento palafito, una población de pescadores, ni una extensión de la Ciénaga de Pajaral que se esconde bajo uno de los brazos del gran Magdalena.
No es solo un lugar donde concurren los saberes ancestrales de la pesca con las costumbres del río grande, pues descubrir su patrimonio material e inmaterial implica la tarea de involucrarse con la magia que ocurre al interior de cada puerta hecha de madera. Algunas veces de caimito y otras de madera de demolición, pero siempre abiertas a todo aquel que por sus calles navega en canoas que parecieran levitar al sonoro verbo de «bogar».
Allí, cada puerta es una invitación a explorar. Un llamado a conocer los dueños de casa y a vivir en medio de la cotidianidad de las familias en medio de costumbrismo, color, atarrayas y anzuelos, así como también de historias que pasaron por el tamiz del conflicto armado hace 19 años y hoy se recuerdan mientras se avanza en el agua al vaivén de la palanca, una herramienta artesanalmente construida que hace las veces de remo.
La palanca se pule, se afila y a veces se estopa. Con ella se boga. Con ella y con sus trinches los canoeros transportan de casa en casa a lugareños y visitantes. Y mientras ese tipo de transporte sirve de oficio para muchos en Nueva Venecia, en alguna de sus casas una partera asiste el nacimiento de un nuevo pescador, en otra se empacan sancochos de pescado y arroz de lisa para la venta, y en la de Jorge Moreno de 12 años, sus hermanos cantan «Martín el pescador» bajo el sol de la una de la tarde y el sonido de unos tambores que los acompañan recién llegados de la escuela.
Solía llamarse El Morro y siempre ha estado habitada por pescadores. Con sorpresa su suelo, aunque sumergido, permite que crezcan árboles que simulan flotar. Y hoy además de pescadores, a Nueva Venecia la habitan personas e historias que la hacen irresistible de documentar. Desde hombres que con sus bongoductos reemplazan a un acueducto inexistente y se despiertan a las tres de la mañana para recoger agua limpia y venderla a sus vecinos, hasta hijos que pescan en sus propias redes distintas a las de sus padres y hechas a escala. Mujeres con la fuerza propia de aquellas que han decidido ser cabezas de familia, abuelos que no se enferman gracias a la paciencia de la vida misma sobre el agua y pueden alzar con júbilo sus nietos y bisnietos, cuidadores de recintos, constructores de canoas perfectas, y familias enteras llenas de historias que exigen responsabilidad al ser oídas y fotografiadas.
Y aunque se ha convertido en un destino para la crónica, fotoperiodismo y trabajo investigativo, los secretos e historias que a periodistas y fotografos allí se revelan se convierten en una suerte de fuga de su propia magia. De allí, la necesidad de retribuir y hacer visible a su gente mediante un trabajo que ha querido resignificarla, rescatar su memoria y darla a conocer por todo lo que sobre su asfalto flota.